Hoy tomé mi primer clase de navegación a vela en el MIT Sailing Club. Fueron 4 intensas horas donde tuvimos clase teórica, aprendimos a armar y desarmar el bote (llamado “Tech Dinghy” y que se ve en la foto) y finalmente nos largamos a navegar.
Como somos principiantes, íbamos 2 en cada bote y mientras uno “manejaba” (dirigía el bote), el otro controlaba la vela (quienes saben navegar, hace las 2 cosas al mismo tiempo). [NOTA: mil disculpas a todos aquellos que son especialistas en navegación y no pueden creer el vocabulario poco técnico que estoy usando!] Aquí déjenme explicarles como funciona esto: el “capitán” es el que dirige el bote y siempre tiene que estar del lado opuesto de la vela. El acompañante, en este caso debía aflojar y dejar ir la vela, de acuerdo con el viento: cuando hay mucho viento, se la suelta para que el bote no se incline (y eventualmente se de vuelta) y cuando hay poco, se la ajusta para poder adquirir velocidad.
Obviamente, primero preferí no ser la responsable del bote, así que me encargue de la vela mientras mi compañero dirigía. Cada vez que soplaba un poquitín de viento y el barco se inclinaba a penas, yo aferraba la vela y me cambiaba de lugar para balancear el barco a pesar que mi compañero decía “SAIL OUT, SAIL OUT” (algo así como “deja ir la vela”)… Pero en medio del pánico que tenía a caerme al agua, prefería seguir en “zona de seguridad” equilibrando el barco con mi peso que ponerme a traducir e interpretar lo que el decía.
Cuando invertimos roles, ahora era él el encargado de evitar que el bote se inclinara y –a mi juicio- estaba haciendo un muy mal trabajo ya que si bien íbamos a buena velocidad, él estaba casi en el agua y yo muuyyy arriba! A lo que yo gritaba (cuasi en estado de pánico) y él me decía “No te preocupes, no voy a dejar que nos demos vuelta”.
No la estaba pasando nada bien! Siempre dije que no me gustaba la adrenalina ni ninguna actividad riesgosa como las montañas rusas o esquiar a alta velocidad: “Cuál es la gracia de poner tu vida en riesgo?” me preguntaba. Lo cierto, es que lo que no me gusta es la posibilidad de perder el control. En “El Tango y la Plena Conciencia”, ya expliqué todo el proceso que tuve que seguir para aprender a dejarme llevar y ceder el control y lo maravilloso que fue cuando finalmente lo logré. Pero una cosa es ceder el control a un milonguero bailando tango y otra muy diferente es cederlo al viento en un barco en medio del río Charles.
De alguna manera, esta reflexión vino a mi cabeza mientras evitaba entrar en ataque de pánico y me contracturaba hasta el dedo gordo del pie. Me di cuenta que la inclinación del barco es parte de la navegación y que cuando ésta sucede (contrario a lo que hacemos naturalmente), hay que SOLTAR. Al relajarme y dejar que el bote se inclinara, no estaba cediendo el control al viento, sino dejándome FLUIR con él y mi compañero (quien evidentemente tenía algo más de experiencia –o coraje- que yo) evidentemente estaba fluyendo mucho mejor que yo. Entonces me dije: “Qué es lo peor que puede pasar?” y caerme al agua de pronto pareció una tontería al lado de estrellarme esquiando así que decidí disfrutar de la adrenalina: respiré profundo, le dije a mi compañero “Confío en que no nos vas a dejar caer” y me empecé a relajar.
Tengo que ser sincera, no es que se convirtió en un maravilloso y seguro paseo por el parque (sobre todo porque el viento aumento se puso mucho peor) pero al menos perdí el miedo y lo empecé a disfrutar. Luego, cuando volvimos a cambiar de roles y yo estuve una vez más a cargo de la vela, me propuse dejarla ir un poco más.
Obviamente, aun me falta mucha práctica para poder decir que sé navegar, pero me pareció increíble la analogía que se puede hacer para la vida:
Frente a una turbulencia, nos ponemos rígidos o nos dejamos llevar?
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